Desde la mañana del pasado lunes conocía el Gobierno, y no
era un secreto para nadie, la decisión adoptada por el Rey de resignar el poder
y alejarse del territorio español. No ha detenido la ejecución del propósito más
horas que las indispensables para intentar el modo de hacer la entrega en
condiciones regulares, en las que pareciesen más favorables a la sucesión y a
la paz pública.
Cuando empezó a debatirse el tema constituyente, como habían
de ser y llamarse las Cortes, hicimos y reiteramos esta afirmación: que si el sufragio
en cualquier convocatoria se manifestase contra el régimen Monárquico, el Rey
le allanaría el camino inmediatamente.
No ha sido necesario que se produzca
aquel hecho para que el Rey ceda el poder, para que se niegue a retenerlo sin
toda la suma de autoridad y confianza nacional que requiere el celo generoso y
la dignidad augusta con que siempre lo ha desempeñado.
El voto del país en las
últimas elecciones no estaba convocado para revisar la forma de gobierno;
sabíamos y decíamos todos que significaba una primera exploración, un
antejuicio, que podía modificar, acentuar o retirar las posiciones de la
contienda; pero ni monárquicos ni republicanos se hubiesen avenido a liquidar
en una elección de ayuntamientos el problema constituyente.
Ni los
antimonárquicos aceptaban como decisivo el triunfo descontado de una mayoría
monárquica ni ha fallado esta mayoría en su totalidad. Pero el volumen y el
carácter de la opinión manifestada en los comicios, las críticas rencorosas que
han preparado esta opinión, el convencimiento de que la ofuscación
revolucionaria contra la Monarquía va principalmente contra la persona del
monarca, han determinado a Don Alfonso XIII a retirarse de España con la
dinastía.
Ha podido esperar la
decisión legítima del sufragio, la convocatoria franca, sin emboscadas ni
sorpresas, apoyándose en el derecho, acogiéndose a la reacción segura del
monarquismo y a la devoción que le guarda el Ejército. Y no ha querido mantener
la Monarquía bajo una sombra de recusación, ni consentir luchas, acaso
sangrientas, que originase ello. Este rasgo de pura conciencia llegará al
corazón de los españoles.
ABC, 15 de Abril de 1931
A las siete y media de la tarde, y con grandes dificultades,
llegó a la puerta del Ministerio de Gobernación el automóvil que conducía a los
señores Alcalá Zamora y Lerroux, Azaña, Fernando de los Ríos, Maura y Albornoz.
Seguidamente subieron al despacho pequeño del Ministerio de Gobernación y
ordenaron a don Eduardo Ortega y Gasset que, inmediatamente, se trasladase al
Gobierno Civil para tomar posesión de él, y ordenase al alcalde, ya nombrado
que se constituyese el Ayuntamiento republicano.
Inmediatamente de llegar
Miguel Maura se dirigió al despacho del subsecretario de la Gobernación al que
dijo:
“Aun cuando sea esta una toma de posesión poco protocolaria,
vengo a hacerme cargo del Ministerio de la Gobernación del Gobierno provisional
republicano.”
Entre tanto Alcalá Zamora y los demás ministros se asomaron
a uno de los balcones y fueron largamente ovacionados y vitoreados. A
continuación, se trasladaron al despacho del ministro de la Gobernación, donde
comenzaron a circular las órdenes necesarias y dar cuenta a las autoridades de
la constitución del nuevo Gobierno de la República.
También se redactó un
decreto concediendo una amplia amnistía. Mientras se encontraban reunidos los
ministros, diversos individuos del partido republicano socialista sacaron al balcón
central del Ministerio de Gobernación un cartel en que se pedía que se guardase
un minuto de silencio por los capitanes Galán y García Hernández, lo cual fue
ejecutado con todo respeto por la muchedumbre que se apiñaba en la puerta del
Sol.
Después se solicito la instalación de un micrófono al objeto de que Alcalá
Zamora, en nombre del Gobierno de la Republica pudiese dirigir la palabra al
país.
El Socialista, 15 de Abril de 1931